Descripción del proyecto
I
Jaime Febrer se levantó a las nueve de la mañana. Madò Antonia, que le había visto nacer, servidora respetuosa de las glorias de la familia, movíase desde las ocho en la habitación, para despertarle.
Habíase dormido tarde, desasosegado y nervioso por la importancia del acto que iba a realizar en la mañana siguiente, y el aturdimiento de un sueño corto e ineficaz le hizo buscar con avidez la caricia reconfortante del agua fría. Al lavarse en una palangana estudiantil, angosta y pobre, Febrer tuvo un gesto de tristeza. ¡Ah, miseria!… Le faltaban las más rudimentarias comodidades en aquella casa de un lujo señorial y vetusto que los ricos modernos no podían improvisar. La pobreza surgía al paso, con todas sus molestias, en estos salones que le recordaban los espléndidos decorados de ciertos teatros vistos en sus viajes por Europa. Los techos lucían aún el viejo esplendor de los artesonados, unos obscuros, de artificiosas trabazones, otros con un dorado mate y venerable que hacía resaltar los cuarteles coloreados de las armas de la casa. El dormitorio estaba adornado con ocho grandes tapices. El arco que dividía el verdadero dormitorio del resto de la habitación tenía algo de triunfal, con columnas acanaladas sosteniendo un medio punto de follaje tallado, todo de un oro pálido y discreto, como si fuese un altar. El viejo caserón de los Febrer, con sus hermosos ventanales faltos de vidrios, sus salones llenos de tapices y sin alfombras, sus muebles venerables confundidos con los más ruines enseres, parecíale un príncipe en la miseria, ostentando aún manto brillante y corona gloriosa, pero descalzo y sin ropa blanca.