El escrutinio hemerográfico avala la popularidad de Vicente Blasco Ibáñez en su época, pero, además, resulta en ocasiones fuente de sorpresas inesperadas. Bien sabido que muchos de los cuentos del escritor valenciano encontraron su primer acomodo en las páginas de la prensa, para ser reunidos, posteriormente, en volumen. Pero esa dinámica no siempre se cumplió, de modo que algunos relatos breves quedaron postergados al olvido de la gran plana impresa. Eso es lo que le ocurrió a una historia publicada en el número de 25 de enero de 1901 de El Liberal, de Sevilla. Se titulaba «La araña», y debajo del título llevaba la indicación de que había sido escrita expresamente para este rotativo.

    Desde luego, no resultaría extraño que Blasco Ibáñez hubiese difundido este cuento en el rotativo matriz de El Liberal madrileño. En él fueron apareciendo, en 1897, varios relatos incorporados más tarde en Cuentos grises / La condenada, y también allí se reeditó en folletín, a partir de febrero de 1901, La barraca. La magnífica relación entre Blasco y don Miguel Moya, director del periódico, avalarían la colaboración. En cambio, sobre los motivos que impulsaron al valenciano a escribir para una publicación local sevillana, solo podemos aventurar que fue quizá también resultado de la complicidad entre Blasco y José Nogales, por aquel entonces responsable del citado rotativo.

    Cuando empezó a imprimirse El Liberal, de Sevilla, en 1901, había transcurrido un año del célebre affaire, que causó cierto revuelo en los círculos literarios, que involucró a Nogales, doña Emilia Pardo Bazán y Blasco Ibáñez. Los tres concurrieron a un certamen de cuentos organizado por El Liberal, de Madrid. Mientras el primero obtuvo el primer galardón, con el argumento «Las tres cosas del tío Juan», según parece, los otros dos habían intercambiado la autoría de sus respectivas creaciones.

    Muchos años después, Blasco evocaría las estrechas relaciones que mantuvo con Nogales durante sus visitas a Toledo, para documentarse para la redacción de La catedral («El escritor [José Nogales], según Blasco Ibáñez», El Liberal, 31-1-1926), un vínculo fraternal que se vio interrumpido con la muerte de Nogales en diciembre de 1908, siendo Blasco uno de los literatos famosos que presidieron su entierro (El Liberal, 9-12-1908). Así, pues, la simpatía entre dos periodistas, hermanados asimismo por su republicanismo, bien pudo auspiciar el germen de «La araña».

    El cuento no alcanzó ni mucho menos la calidad y el interés de otros tantos del valenciano. Aun así, vino a poner de relieve su tendencia mitográfica, a demostrar un culto idolátrico a los «grandes hombres», eligiendo como protagonista a Beethoven. Pese a que la más conocida, acaso, de sus predilecciones musicales fue la que le orientaba hacia Wagner, él insistió públicamente en afirmaciones como las siguientes: «tengo mis fetiches y estos se llaman Víctor Hugo y Beethoven. Yo amo la música más que la literatura. Para mí, el superhombre, el ser más grande que ha producido la humanidad sobre pintores, escultores y poetas, es Beethoven» (Hipólito Seijas, «Vicente Blasco, Lenine y Beethoven», El Universal Ilustrado, 25-3-1920).

    En el caso de manifestarse tan explícito, había sobradas pruebas que apuntaban en la misma dirección. De acuerdo con la versión de Alberto A. Insúa, Blasco se complacía en deleitar a aquellas personas que le visitaban en su domicilio de Madrid colocando en su pianola rollos con composiciones musicales, sobre todo, del artista germano («El “orgullo” de Blasco Ibáñez», El País, 23-3-1905). Y también fueron testigos de esa afición quienes estaban familiarizados la Galería popular, sección de El Pueblo, donde Blasco breves biografías de «grandes hombres». De Beethoven habló en el número de 15 de diciembre de 1897. Sin olvidar que en diversas novelas, el valenciano trasladó a sus propios personajes lo que era una devoción personal. Así, en La catedral, llegó a decir que «El final de la conversación todas las tardes era el mismo: la grandeza de Beethoven, ídolo del sacerdote artista». En cambio, en La horda, el aspecto físico de Beethoven sería usado como término de comparación para describir a su protagonista, el singular Maltrana: «Alguien hizo el elogio de su fealdad varonil, de sus cabellos ásperos y alborotados, encontrándole cierta semejanza con la cabeza de Beethoven». Y otra vez idéntico símil, aplicado a la caracterización prosopográfica de Maltrana en Los argonautas: «Vestía un traje blanco, rutilante, majestuoso, sobre el cual parecía destacarse con mayor relieve la fealdad grandiosa de su cara, a la que encontraban algunos cierta semejanza con la de Beethoven viejo.

    Como se verá a continuación, en la mente del novelista determinadas imágenes arraigaron con extraordinaria solidez. Con «La araña», para acomodar la ficción al mundo de sus más íntimas quimeras.

La araña

(Escrito expresamente para El Liberal, de Sevilla)

Al anunciar el día las campanas de Bonn, comenzaba a sonar el chillido tembloroso de un violín en una callejuela de la capital del arzobispo elector de Colonia.

Era una musiquilla que todas las mañanas parecía saludar a los vecinos al abrir estos las emplomadas vidrieras de sus ventanas, lo mismo en primavera, cuando el sol incendiaba con sus reflejos el curso del Rhin, que en invierno, cuando las campanas, abrumadas por la nieve de la noche, daban las horas sordamente, como si roncasen.

Las comadres del barrio viejo de Bonn compadecían al violinista, un niño de cuerpo desmedrado y enorme cabeza, adherido por siempre al instrumento, como si este fuese un nuevo miembro de su cuerpo.

El pequeño Luis era hijo de un cantor de la capilla del príncipe arzobispo; artista medioeve, que pasaba gran parte de su vida en la cervecería quejándose de la suerte y garrapateando entre el humo de las pipas y la espuma de los bocks, memoriales a su poderoso señor solicitando aumentos de sueldo o defendiéndose de ilusorias postergaciones.

Por aquel tiempo hablaba toda Europa de un niño prodigioso, llamado Mozart, hijo de un organista del arzobispo de Salzburgo, el cual, a pesar de su modesto origen, iba de corte en corte, acariciado por las reinas, jugando con princesitas y archiduquesas como si fuesen sus iguales, y aclamado en los regios salones por un público de blancas pelucas, floreadas casacas y huecas faldas, que, olvidando la rígida etiqueta, aplaudía al pequeño artista sentado ante el clavecino.

Estas glorias turbaban la existencia del cantor del arzobispo de Bonn. ¿Por qué no había de conseguir lo mismo que su colega de Salzburgo? Y en sus largas horas de inmovilidad en la cervecería, soñando como un borracho tranquilo, creía ver entre el humo del tabaco su propia figura, llevando de la mano al pequeño Luis, al través de una masa de cortesanos, hasta llegar a la presencia del emperador de Austria o el rey de Francia, que le acogían con sonrisa bondadosa, haciendo caer en sus bolsillos una lluvia de escudos de oro.

Su hijo había de ser un gran artista; y al volver a casa, estas ilusiones se resolvían en una tiranía insufrible sobre el melancólico Luis, obligándole a rudos trabajos musicales. Descendiente el pequeño de una dinastía de artistas, odiaba la música por la crueldad de su enseñanza.

Muchas veces, después de medianoche, entraba en casa el padre con algún camarada de la cervecería. Casi siempre era el organista del arzobispo elector o el maestro de alguna compañía de ópera contratada por el fastuoso príncipe de la iglesia para dar representaciones en su palacio. Entraban con paso inseguro, la peluca de través, oliendo a tabaco, eructando cerveza, y el padre de Luis, apenas su mujer colocaba el jarro y las pipas sobre la mesa, decía al compañero:

—Podíamos aprovechar la ocasión dando tú una lección al pequeño. ¿Te parece bien?…

Y la madre, una mujer sin voluntad, atenta únicamente a la limpieza de la casa, y creyente fervorosa en la superioridad de su marido, iba a la camita de Luis para arrancar al niño de entre las calientes sábanas.

Atolondrado por el súbito despertar y temblando de frío, sentábase el pequeño ante el clavecino, y allí permanecía hasta el amanecer, golpeando las teclas con los entumecidos dedos, mientras los dos hombres fumaban y bebían murmurando de los compañeros y lamentando su postergación con la feroz amargura de los artistas fracasados. Algunas veces el cantor interrumpía la conversación, para espabilar con un cachete al pequeño, que cabeceaba sobre el instrumento rendido por la fatiga.

De día no era menor la esclavitud. Antes de ir el padre a la capilla de palacio lo encerraba en el desván de la casa, entre los trastos que pertenecieron a los abuelos. Allí quedaba con el violín en la mano, ante un cuaderno de ejercicios, en el que se marcaban los compases que había de ejecutar limpiamente al volver su padre, so pena de entablar conocimiento con una cuerda nudosa fabricada para el caso. Y desde el amanecer hasta mediodía el pequeño permanecía en el desván rascando en aquel violín, cuyas notas sonaban como una serie de desgarradas maldiciones a la música.

Rígido como un autómata ante un cofre antiguo que le servía de atril, pasaba Luis horas y más horas moviendo el arco, contrayendo su cara con nervioso gesto cada vez que se escapaba una nota falsa, sudando en verano bajo el techo caldeado por el sol, y temblando en invierno por las frías mordeduras del viento, que silbaba en los tragaluces.

Nadie venía a turbar su soledad. Abajo sonaban los golpes de su madre al limpiar los muebles, y como una irónica carcajada llegaban hasta el desván los gritos de los muchachos que jugaban en la calle.

Luis, acostumbrado a la soledad, apenas hablaba. Su voz era aquel violín que parecía adherido a su mandíbula. Deseaba que el aislamiento se prolongase indefinidamente; temblaba cuando el estómago, desfallecido, le anunciaba el mediodía, y con él la llegada del padre. Este se presentaba con el humor agriado por sus compañeros de la capilla, y desahogaba su furia al tomar la lección al pequeño, acogiendo con una lluvia de golpes el menor descuido.

Los objetos amontonados en el desván eran los únicos amigos de Luis; tenían para él la benevolencia de la inmovilidad, y sonreía a las viejas alfombras, a los muebles desvencijados, al polvo de los rincones y a las telarañas que transparentaban como gasas de iris el rayo de sol en el que se movían las infinitas moléculas como si bailasen una contradanza al son del violín.

Aquel era el público de Luis: para él tocaba y todas las mañanas sentía una dulce satisfacción cuando, a las primeras notas de su violín, una araña de largas patas asomaba por un agujero del techo, y, lentamente, como un espectador que muda de asiento para oír más de cerca, descendía, balanceándose al extremo de un hilo de plata.

Entre el violinista y la araña iba estableciéndose una estrecha amistad. Al entrar en el desván, su primera mirada era para el agujero del techo, en cuyo fondo dormía el insecto sobre un lecho de polvo. Soñoliento y con deseos de tenderse en un rincón, después de una noche en vela ante el clavecino, el deseo de ver a su amiga le impulsaba a coger el violín, y a las primeras notas aparecía la araña deslizándose hasta llegar a corta distancia de la alborotada cabellera del artista. Allí permanecía inmóvil, mientras las moscas volaban con entera libertad, sin miedo a la sanguinaria bestia que parecía encantada.

Esta admiración muda excitaba al pequeño. La araña era su público: tenía quien le escuchaba aplaudiéndole con su asidua presencia, y él, que hasta entonces había mirado el violín como un instrumento de suplicio, comenzó a sentir entusiasmo, y quiso tocar mejor, improvisando muchas veces en obsequio a su amiga.

El padre parecía contento. Su pequeño comenzaba a sentir la música. Los golpes, al tomar la lección, eran menos frecuentes, y los vecinos, desesperados antes por el torpe violín, se decían:

—Ese pequeño ya se deja oír. El bárbaro de su padre acabará por ganar dinero con él.

Ya no necesitaba que lo encerrasen en el desván. Sentía el ardor del estudio; pasaba todo el día con el violín bajo la barba, y cuando cesaba de tocar hablaba con la araña, impulsado por esa tendencia al monólogo que siente todo solitario. Ella era la única en conocerlas amarguras e ilusiones de aquel niño de enorme cabeza y grandiosa fealdad.

La madre, que comenzaba a creer en el porvenir de Luis, quería que estudiase abajo, en una de las habitaciones enceradas por ella con alemana paciencia. Sentía repugnancia ante la suciedad del desván, y una mañana subió armada de escobas y zorros para arreglar el nido del artista.

Lo primero que vio sobre la cabeza de este, balanceándose al extremo de la  plateada baba, fue la araña, y de un  golpe la aplastó en el suelo.

Luis lanzó un grito de dolor y de rabia. Su voluntad, adormecida, se rebeló por vez primera, y llorando con desesperación, sin miedo al castigo del padre, arrojó el violín con tal furia, que el pobre instrumento se hizo astillas en un rincón.

***

Muchos años después, cuando los entusiastas de Beethoven en Viena recordaban esta anécdota de su infancia, el gran maestro la negaba rotundamente.

—¡Pero si yo he tocado siempre muy mal!…

Y apenado tal vez por el recuerdo de la crueldad paterna, que deseaba ocultar, añadía con débil sonrisa:

—No. Yo no he logrado encantar a una araña con el violín. Lo más que podía conseguir en aquella época, al agarrar el arco, era poner en fuga a todas las arañas de Bonn.