La propensión expansiva fue un rasgo primordial en el carácter de Blasco Ibáñez, que se plasmó en numerosos episodios de quien se consideraba un hombre de acción. Ese impulso se reconoció, por ejemplo, en su deseo de ampliar sus horizontes vitales hacia el continente americano, un deseo que se vería materializado en unas fechas muy concretas: 1909, en su primer viaje a Argentina como conferenciante; 1919, a los Estados Unidos; y 1920, a México. Un mínimo cambio en las circunstancias con las que bregó el personaje podría permitir dar curso a las ucronías, y dicha posibilidad cobra cuerpo por el simple hecho de que Blasco quiso trasladarse a los tres países citados algunos años antes de lo que acabó dictando el destino.
Así como sus colaboraciones en la revista Caras y Caretas y el diario La Nación precedieron a su primera experiencia argentina, el deseo de recorrer aquel país estuvo a punto de fructificar en 1904. Por aquel entonces Blasco todavía desarrollaba una labor política intensa y coincidía con los planes propagandísticos de Unión Republicana. De acuerdo con ellos, en las páginas del diario barcelonés La Publicidad, publicó el artículo «Nuestros hermanos de América» (19-8-1903). En él encomiaba la tarea casi misional, a favor de la Asociación o Liga Republicana Española, del doctor Rafael Calzada: «el Castelar de los españoles de América, y con esto está dicho todo». Aparte de sus dotes oratorias, este personaje asturiano que vivió a caballo entre Argentina y la península ofició como abogado, periodista, escritor y político, teniendo un destacado papel como impulsor en la nación hermana de instituciones como el Ateneo Español, el Club Español o la Asociación de Prensa de la República Argentina, entre otras. Interesado especialmente en divulgar una confraternidad hispano-argentina, Calzada figuró como presidente de esa Liga Republicana Española que, desde Buenos Aires, promovió mediante el envío de cartas la visita de diputados de Unión Republicana: serían muy bien recibidos y agasajados por la colonia española en la Argentina. De inmediato, la invitación fue sometida a la consideración del señor Salmerón, para decidir sobre la oportunidad y la hipotética fecha del viaje que emprendería una comisión de la que formarían parte Lerroux, Menéndez Pallarés, Pi y Arsuaga, Junoy y el propio Blasco Ibáñez (La Publicidad, 28-2-1904).
Al novelista valenciano la idea le pareció muy seductora, y se resistía a compartir la actitud remisa de Salmerón. Ya fuera como «activista» republicano o como curioso escritor implicado en una labor documental, quería cruzar pronto el Atlántico, según confesaba en carta de 22 de marzo de 1904 a Ricardo Fuente:
Por encargo de Lerroux y Morote hablé con Salmerón sobre el viaje. Este, influido por ciertos chismes y murmuraciones, no se mostraba muy propenso a él, pero al fin me dijo que le parecía bien el viaje y únicamente discutía la oportunidad de la fecha, creyendo que debíamos realizarlo en junio o julio, cuando las Cortes estuviesen cerradas y se hubieran resuelto los conflictos anunciados con el viaje del rey a Barcelona y el de Nozaleda a Valencia; si es que viene, que no vendrá.
De todos modos yo voy a Buenos Aires con expedición de propaganda o sin ella. Me he hecho ya el ánimo de ir y aunque no se realice el viaje de propaganda, en junio cuando tenga publicada la novela El intruso que estoy escribiendo, emprenderé la expedición, a mis expensas, para estar ahí un par de meses.
Quiero ver de cerca esas repúblicas, pasar los Andes y escribir un libro de observación sobre esa que es la primera de las repúblicas latinas.
Posiblemente, algo semejante es lo que respondió a don Rafael Calzada: «Hoy escribo al Dr. Calzada contestando a su cariñosa carta». Y todavía persistía en el empeño cuando, pocas semanas después (8-5-1904), volvía a hacer uso de la correspondencia postal para comunicarse con el escritor argentino Ricardo Rojas:
Tengo el propósito de hacer un viaje a América después que termine El intruso: de pasar este verano (invierno ahí) en Buenos Aires, para ver mundo nuevo y conocer gente nueva.
Me invitaron ha poco los republicanos españoles residentes ahí a ir como político, pero yo quiero ir con la libertad y la independencia del artista.
Más aun, en carta a Rojas sin fecha, pero que debió de ser posterior a julio de ese mismo año, tras la publicación de El intruso y el viaje a localidades andaluzas como Jerez, volvió a insistir en su deseo de desplazarse a la Argentina, aunque tuviese que aplazarlo unos meses: «Celebraré mucho —le dijo— que usted venga por aquí [España]. Yo pensaba verle antes en Buenos Aires, pero he retrasado mi viaje hasta el año próximo».
Tampoco hubo ningún viaje, como político o como artista, en 1905. En cambio, su compañero Lerroux sí que emprendió la singladura marítima en 1908, contando con el apoyo financiero de Calzada (La Campana de Gràcia, 3-10-1908). Para estas últimas fechas, Blasco ya no era diputado y había reorientado sus prioridades vitales.
Cuando definitivamente cumplió su deseo, en 1909, el baile de fechas ofrecido por la prensa argentina hizo presumir una génesis más antigua en el nacimiento de dicho afán: «Si ahora viene a América, estuvo muy a punto de hacer lo propio hará ya como siete años, época en la que se le quería hacer venir para hacer propaganda republicana» (cf. El Pueblo, 4-7-1909). En todo caso, al desembarcar por vez primera en el puerto de Buenos Aires, Blasco recibió las atenciones prometidas en su día por Rafael Calzada. Este le acompañó, junto a Joaquín González, en el coche de caballos que lo trasladaba, entre una entusiasta multitud, hasta el Hotel España, o le devolvió los elogios del pasado en la recepción del Club Español (El País, 10-6-1909). También estuvo presente en la segunda reunión que el novelista mantuvo con el presidente Alcorta. Y como prueba de la complicidad establecida entre ambos personajes, Calzada convirtió a Blasco en padrino en la ceremonia fundacional, celebrada el 18 de julio, de Villa Calzada, localidad renombrada posteriormente como Rafael Calzada (Heraldo de Madrid, 7-9-1909).
A buen seguro el éxito obtenido en su gira como conferenciante de 1909, que le había reportado tan buenos ingresos, animó a Blasco Ibáñez a sondear la posibilidad de emprender una aventura similar en los Estados Unidos. Así lo hace suponer la consulta formulada en la carta de 6 de marzo de 1910, enviada al célebre Archer M. Huntington: «siento con toda mi alma no saber inglés… ¿No sería posible dar ahí algunas conferencias sobre la España moderna y antigua? ¿Habría en Nueva York público para unas conferencias en español?». Como es bien sabido, fue el incomparable boom editorial de la traducción al inglés de Los cuatro jinetes del Apocalipsis el que propiciaría el viaje del escritor a los Estados Unidos, en 1919. Sin embargo, unos años antes ya le seducía la idea de probar suerte en aquella nación. Se lo confesó a F. Gómez Hidalgo y a Enrique Gómez Carrillo en un encuentro que mantuvo con ellos en París, en 1912: de ser más joven, les dijo, «me iría a conquistar los Estados Unidos». La atracción que sentía por Norteamérica era algo que trascendía la esfera de los intereses personales, pues latía en él el convencimiento de que «el futuro histórico de España está en una inteligencia política con los Estados Unidos» (La Libertad, 2-11-1933).
Blasco fue partidario de un pacto triangular entre las repúblicas sudamericanas, los Estados Unidos y España. Merced a esa voluntad de tender puentes, aprovechó su itinerario triunfal por los Estados Unidos para dirigirse a México, ya en el año 1920. Según declaraba, lo hizo invitado por el presidente Venustiano Carranza y, a través de aquella visita, deseaba documentarse para escribir un libro sobre el México auténtico. Ahora bien, ya en los meses postreros de 1917 está documentado su interés hacia aquel país. En un artículo aparecido en La Prensa, el 13 de noviembre («Blasco Ibáñez y Carranza»), se le reprochaba con acritud los elogios vertidos en una carta sobre don Venustiano. Más que las apreciaciones de Blasco sobre el presidente mexicano, interesa destacar que las mismas se produjeron en un momento en que el escritor hizo pública su intención, según se testimonia en El Pueblo (México), de 9 de octubre de 1917, de realizar un breve viaje en el que, otra vez, daría conferencias y llevaría a cabo observaciones con vistas a futuros trabajos creativos. Motivos todos que empiezan a resultarles familiares al lector y que se constituyen como piezas de un rompecabezas que terminó completando el destino.