La proximidad del primer centenario de la muerte de doña Emilia Pardo Bazán justifica la idoneidad de unas breves líneas sobre la relación de la escritora gallega con Blasco Ibáñez y con Valencia. Muy probablemente, el lazo «personal» que se había establecido entre ambos literatos, aunque no exclusivamente, fue una de las grandes motivaciones de las dos visitas realizadas por doña Emilia a la ciudad del Turia en 1899, a la que llegó, primero, procedente de Alicante el 23 de septiembre y a la que volvería tres meses después, el 26 de diciembre. De ambas estancias, los testimonios gráficos y bibliográficos suelen evocar las imágenes de la gallega en la Lonja o en el sanatorio de Portaceli, así como su famosa conferencia en el Paraninfo de la Universidad con motivo de la apertura del curso del Ateneo valenciano. Hubo, sin embargo, otras experiencias, de sabor más «mundanal», de las que doña Emilia seguro que guardaría un buen recuerdo.
La mañana del 28 de diciembre, acompañada de su hijo Jaime y de un grupo admiradores entre los que se significaban, por ejemplo, el doctor Candela, Millán Astray o el poeta Ramón Trilles, la novelista subió a un tren especial que la llevaría hasta las inmediaciones de la playa, para detenerse luego en el apeadero de la Cadena. Desde allí, la comitiva emprendió un paseo cuyo destino último era la alquería del Coche, una de esas edificaciones tan características de la huerta, situada en la senda Capelleta (en las inmediaciones de la actual Avda. dels Tarongers). Era propiedad de Juan Andujar, con quien Blasco Ibáñez mantenía una buena amistad que le animaba a frecuentar un lugar cuyo pintoresquismo iba a acentuar a fin de obsequiar a doña Emilia.
Desde luego, los organizadores del festejo no escatimaron ningún recurso. Antes de llegar a la alquería, salió al encuentro de la homenajeada un grupo abigarrado en el que no solo iban Blasco y Rodrigo Soriano, sino parejas de labradores vestidos a la antigua usanza, enanos que se movían al son de la dulzaina y del tamboril, y otros tantos músicos que acompañarían con sus instrumentos a los prestigiosos Josep Garcia Maravilla y Vicent Bernabeu Carabina, a quienes se les consideraba primeras figuras del cant d’estil valencià. Si la prensa nacional había anunciado el acto con breves apuntes (El Liberal, 28-12-1899), la crónica que se ofreció del mismo en Las Provincias (29-12-99) encarecía la naturaleza del festejo, por lo demás en un escenario innegablemente costumbrista, pues la alquería-barraca tenía «su emparrado sobre la puerta, su grupo de árboles frente a la entrada, su huerto de frutales y de jazmines, su espacioso corral, lleno de gallinas y conejos, el pozo, la noria, todo lo que podría apetecer el más exigente paisajista».
Hubo regalos de ramos florales, bailes populares y canto de coplas y albaes antes y después de una suculenta paella, tras la que vino el champán y los parlamentos laudatorios en homenaje de la invitada, el cual terminó, como cabría esperar, con el típico disparo de tracas y cohetes. Sin duda alguna, una imagen más amable en la representación de la huerta que la ofrecida por el propio Blasco Ibáñez solo un año antes en las páginas de La barraca.